Capítulo 1. Flores y ardor
Ficción| Novela por entregas| El rechazo
El curso del río avanza plomizo. Una culebra de agua sale de los juncos en zigzag. Amaya despierta tumbada junto a Lucía sobre la cubierta del velero. La brisa acaricia su piel y enfría su sudor; nota el torso y la camisa empapados. Cierra los ojos; aún le duelen. Se concentra en otras sensaciones de su cuerpo. La madera mantiene el calor del día bajo ella, como el calor de un perro. “Tiza” guardaba la misma temperatura. No volverá a escuchar los ladridos ni a notar a la perra en la cama a primera hora de la mañana. Era lo único que le pertenecía dentro del «Círculo».
El telón negro, ardiente, anegando los orificios de vida. ¿Cuándo acarició por última vez a la perra? Poco recuerda de los últimos días; sin embargo, su vida antes de llegar al pueblo de Tapachula aparece vívida y resplandeciente en su mente. Aprieta su torso contra la espalda de Lucía. Nota su lenta respiración. No ha hablado mucho con ella, aunque han compartido la litera en el cobertizo de la finca durante la última semana. Una recién llegada. Lucía sigue siendo alguien «carnal» después de la «unción», es más bien callada y le gusta pasar horas a solas componiendo canciones con la marimba.
El cuerpo de Lucía es cálido, también la energía de sus ojos, pero ahora la mira como sonámbula. «Ella, como yo, bebió del fermento». Se palpa el pecho; la llave cuelga de su cuello, atada al cordón de mimbre. Está seca, oxidada. Habría jurado que hace poco su tacto era pulcro y terso. Las piernas le pesan como el acero; desea moverse y, por un momento, cree que no va a ser capaz. Apoyándose en el codo y concentrando todas sus fuerzas sobre la cadera izquierda, logra ponerse en pie. Lo primero que ve son unas latas de cerveza vacías tiradas en cubierta, junto a un mechero rojo, un paquete de tabaco de liar, algunas cartas del tarot y un envoltorio de papel de fumar. Distingue la silueta de Noé, apoyado en la barandilla en la proa del velero, de espaldas, junto a Iván. En un acto reflejo, Amaya se cubre los muslos con las manos; sus mejillas se enrojecen. ¿Por qué ese sentimiento tan intenso de vergüenza? «En lugar de cuerpos somos almas. Nada de lo que hagamos nos embrutece», piensa. Son palabras que se agolpan en su cabeza, quieren salir, se pierden en su garganta.
Fue Noé quien la subió en brazos en el velero. Apenas reparó en quién era ella. «Me rechaza. Siempre ha sido así». Le molesta ese pensamiento; está acostumbrada a su frialdad. En la clínica ni siquiera la miraba cuando entraba en el despacho para entregar el parte con los últimos ingresos. En realidad, él nunca ha pertenecido al Círculo. Tampoco ha participado en la vida del cobertizo. Únicamente los «cosechadores» podían «enlazarse».
Alguien se acerca y le entrega el «fermento». Ella da un trago; al instante percibe el sabor metálico y vegetal en su lengua. Cede ante la oleada plomiza y vuelve a ser una niña al borde de la sepultura…
En su memoria, el féretro descendía. Amaya podía oler las raíces y el frescor del subsuelo. Ella misma había agarrado un puñado del frescor y se disponía a arrojar la tierra sobre la tapa de nogal barnizado. Deseaba ver el rostro de su padre, aunque fuera demasiado doloroso, aunque fuera una imagen que enturbiara el resto de recuerdos. Saber que en un momento dado existió. Estuvo ahí. Entre las cuatro paredes del ataúd, que fue verdad que había muerto.
Aún podía oírle:
—La flor de las ruinas tiene espinas, y sabe guardarse y no puede transportarse1.
Ella era como una delicada fuerza de la naturaleza, enfermiza y asustadiza, llena de curiosidad. Pasaba horas muertas en contacto con las plantas o los animales que correteaban por el bosque abandonado cerca del lago. Más de una vez sostuvo entre sus manos un gorrión o un ratón de campo. Su padre fue quien le inculcó el amor por la naturaleza. «Un privilegio. Una extrañeza». Había vivido con su hija en lugares despoblados donde los controles de los distritos eran menos persistentes.
Elías Galván arrancaba el motor de la caravana sin previo aviso, de noche o de día. Un nuevo comienzo lleno de dudas y soledad se instalaba en la vida de Amaya. Cuando la sostenía entre las manos y la abrazaba, ella percibía un desasosiego en él: «No sabes lo frágiles que somos».
Aquella frase fue una premonición de lo que sucedería con su cuerpo.
—Debemos hablar contigo.
A los pocos días, un policía sentado frente a ella en el pupitre, dentro del aula vacía, le explicó con voz neutra que el coche de su padre se había salido de la Carretera Federal tras un fuerte frenazo. No era extraño: en aquel tramo boscoso de Valle de Bravo, los accidentes por venados eran casi habituales. “Han encontrado las huellas y el rastro de sangre del animal en el asfalto”, dijo.
Aún hoy, muchas noches soñaba que estaba perdida en la colina y buscaba el rastro de sangre del venado entre los eucaliptos. En el suelo emergía una mortaja de nieve. Olía el humo de un incendio a lo lejos. El vehículo había estallado en mitad de la carretera. El cuerpo de su padre había quedado carbonizado. Amaya había visto decenas de veces el cartel fosforescente de advertencia en aquel tramo aislado e intrincado, entre varias pendientes y una hilera de colinas. Deseó haber ido ese día con su padre en el coche. La colina de los venados era el tramo que Amaya disfrutaba más; hiciera frío o calor, bajaba la ventanilla y dejaba pasar el olor de los eucaliptos.
Amaya, en un gesto inconsciente sobre la cubierta del velero, junta la palma de sus manos.
El cura perfilando el símbolo de la cruz mientras ella rezaba el Santo Rosario y pasaba la Liturgia de las Horas; la tapa de nogal descendiendo pulcra y fría.
Amaya no arrojó el ramo de dalias que había comprado en la entrada del cementerio.
Eran las flores preferidas de su padre.
—Hay un bello silencio en los pasillos; puedo leer todo lo que quiera en los turnos de guardia.
—¿No tienes miedo en un edificio tan grande?
—Sé que piensas mucho en mí y me siento acompañado todo el tiempo —dijo Miguel, mientras la arropaba en la cama—. Los pacientes agradecen mi presencia.
—¿Cómo son esos pacientes?...
Su padre en el recuerdo le acarició el pelo. Fue la última vez que se despidió de ella antes de acudir al trabajo. Amaya, por aquel entonces, no sabía que su vida estaría tan ligada a la enfermedad, a la corrupción de los cuerpos, a la salvación y la muerte. Todavía podía sentir sus brazos aferrados a ella. Aquel olor… pastoso y escurridizo: mezcla de tinta y jabón amargo, aliento matizado con pulpa de fruta, de afeite para el pelo y betún. La psique… solo algunos retazos quedaban de ella.
Capítulo 2. Cicatrices
Amaya se apoya en la barandilla de cubierta. Abre los ojos. Mira la toalla extendida al lado de ella.
extracto del cuento La flor de ruinas, de Fernán Caballero, 1862


